Todavía no es de noche en el Coliseo, lugar del antiguo martirio cristiano, cuando el Agnus Dei entonado por el Coro de la Capilla Sixtina resuena desde el Foro Imperial hasta el Arco de Constantino donde, como cada año desde hace cincuenta y nueve, serpentea el Vía Crucis del Viernes Santo. El Vía Crucis, el “piadoso ejercicio” que conmemora el viaje de Cristo al Gólgota, en este 2023 aún marcado por guerras y dramas humanitarios ve reunirse en oración a unas veinte mil personas a la imponente sombra del Anfiteatro Flavio.
El Papa sigue desde su residencia en el Vaticano
Si hace tres años, debido a la pandemia de Covid, este que es uno de los momentos más intensos de la vida espiritual de la ciudad de Roma se celebró en ausencia del pueblo, este año tiene lugar en ausencia del Papa. De hecho, Francisco no está presente en el escenario de Monte Celio, ceñido en su bata blanca, sino en la Casa Santa Marta espiritualmente unido a los fieles de la Urbe. El rápido descenso de la temperatura en las horas vespertinas supuso un riesgo para el Pontífice, hasta el pasado sábado ingresado en el hospital Gemelli a causa de una bronquitis infecciosa. Desde su residencia en el Vaticano, anunció esta tarde la Oficina de Prensa vaticana, el Papa seguirá el Vía Crucis “uniéndose a la oración de quienes se reunirán con la diócesis de Roma en el Coliseo”.
El cardenal De Donatis dirige la celebración
Es el cardenal vicario Angelo De Donatis quien dirige las 14 estaciones retransmitidas a todo el mundo entre las aceras abarrotadas de hombres y mujeres de todas las edades, envueltos en bufandas, capuchas y sombreros, sosteniendo los típicos flambeaux. Su resplandor, combinado con los más de 600 focos que apuntan a los monumentos antiguos y las sartenes romanas instaladas en las calles, crean un juego de luces especialmente impresionante.
Testimonios de dolor
Fue de nuevo el Cardenal De Donatis quien pronunció, con voz emocionada, la oración final. Una larga oración salpicada de “14 gracias a Dios”. Gratitud por no haber dejado que la humanidad se hundiera en el pecado, en la impiedad, en el mal que el hombre es capaz de cometer contra otro hombre. Un mal que no es una idea, sino un hecho, algo que ya ha sucedido en las vidas de los autores de las meditaciones de este año: personas de todas las religiones y nacionalidades que han visto morir a sus hijos y a sus padres bajo las bombas y las granadas de mortero, personas cuyos cuerpos y almas han sido violados, que han sido arrancados de sus lugares de nacimiento para ser catapultados a barcazas, a desiertos, a troncos o al interior de centros de tortura.
Comparten fragmentos de sus historias viudas y refugiados, huérfanos y supervivientes, emigrantes torturados en Libia y sacerdotes perseguidos durante la guerra de los Balcanes. Niños de países agredidos y de países agresores que lloran la pérdida de sus seres queridos, o chicos jóvenes como Joseph y Johnson de 16 y 14 años -los únicos de los que se dan nombres- a los que sólo les gustaría jugar y estudiar, pero que se ven obligados a vivir en los bloques de los campos de desplazados. También hay madres, padres, jóvenes, ancianos, monjas, sacerdotes, misioneros. Todos unidos por el dolor, por el trauma de haber visto morir a familiares o hermanas, por las heridas causadas por minas y cuchillos o por el odio. Eso que, se recita en la quinta estación, “una vez vivido, no se olvida…”.
Voces de paz
“Voces de paz” se definen, sin embargo, en el tema elegido por el Papa porque en sus testimonios, recogidos por el propio Francisco durante los cuarenta viajes apostólicos y en otros momentos de su pontificado, no sólo está la denuncia del horror sufrido en Oriente Medio, en África, en el sur de Asia o en Ucrania, sino también la invocación a la esperanza, al diálogo, a la conversión, al perdón. Sobre todo, el perdón. “Todo pasará”, recitan algunas meditaciones.
Las víctimas de la guerra cargan con la cruz
No son ellos, los autores de los textos, los crucificadores en el Coliseo: la cruz de madera la llevan otras personas, también víctimas de la violencia de las guerras, que representan a aquellos con los que el Papa se ha reunido. Un signo de lo dramáticamente global que es la difusión de estos dramas en el mundo. Algunos, como los jóvenes de Centroamérica, llevan ropas tradicionales; el joven que lleva la cruz en la décima estación, la que lleva el testimonio de un chico de Mariupol y un chico ruso, se anuda al cuello un pañuelo con los colores de la bandera ucraniana. Las banderas, escasas en número, se ven ondear entre la multitud, desde donde no se oye ni un sonido, salvo algunas toses y el llanto de un bebé. Otra niña de pocos meses, con un gran lazo rosa en la cabeza, es la crucificada más joven, en brazos de su mamá y su papá, que encabezan la procesión en la undécima estación.
Una oración de gratitud
Un hombre grita “¡W el Papa! Francisco!”, seguido de aplausos, rompe la atmósfera de recogimiento silencioso al final del Vía Crucis. Comienza después de que De Donatis haya entonado las últimas palabras de la oración final: “Gracias, Señor Jesús, por la luz que has encendido en nuestras noches y que, reconciliando toda división, nos ha hecho a todos hermanos, hijos del mismo Padre que está en los cielos. Todos hermanos, todos hermanos, juntos soportando pero sin sucumbir bajo el peso del mayor símbolo del sufrimiento humano, la cruz.