29 de junio: La Iglesia Católica celebra a San Pedro y San Pablo

Pedro era un sencillo pescador y, Pablo, un culto fariseo; el primero evangelizó a los judíos y, el segundo, a los paganos. Sus discusiones y diferencias han quedado plasmadas incluso en las Sagradas Escrituras. Pero a san Pedro y san Pablo los unía un vínculo más fuerte: Nuestro Señor Jesucristo.

Podemos decir que eran compañeros de misión. Su amor al Señor y su celo evangélico fue fundamental para llevar el testimonio de Jesús a todos los confines de la tierra. En su homilía de la Solemnidad de San Pedro y San Pablo de 2020, el Papa Francisco destacó la unidad que mostraron siempre ambos apóstoles, pese a que sus diferentes puntos de vista eran públicos.

Esto -dijo el Santo Padre- es prueba de la unidad que debemos tener los cristianos. “Se sentían hermanos –recordaba el Papa Francisco-, como en una familia unida, donde a menudo se discute, aunque realmente se aman. Pero la familiaridad no provenía de inclinaciones naturales, sino del Señor. Él no nos ordenó que nos lleváramos bien, sino que nos amáramos. Es Él quien nos une, sin uniformarnos, en las diferencias”.

¿Qué dice la Biblia de San Pablo? Fue el primer escritor cristiano y aquel cuyos textos han sido leídos o escuchados por más millones de personas en todo el mundo a lo largo de los siglos, aunque curiosamente una parte importante de quienes han aprovechado sus enseñanzas desconocen que son suyas. Le llaman ‘apóstol’ (incluso ‘súper-apóstol’), pero nunca perteneció al grupo de los Doce y no sólo eso: hubo un tiempo en que fue perseguidor de cristianos.

¿Quién fue este apóstol conocido también como Saulo de Tarso? Lo primero que se sabe de él es que fue contemporáneo de la primera comunidad cristiana; era judío y pertenecía a la secta de los fariseos, quienes se caracterizaban por creer que podían obtener la salvación si cumplían hasta la exageración la ley, es decir, los mandamientos y mandatos que Dios, a través de Moisés, dio al pueblo judío.

Cabe hacer notar que, a diferencia de muchos fariseos hipócritas que sólo aparentaban cumplir, o que se habían ido al extremo de hacer de la ley un ídolo al que ponían por encima de todo, él realmente buscaba servir a Dios de corazón; lo malo es que dedicó todo su esfuerzo a perseguir a los cristianos, a los que consideraba enemigos de Dios pues seguían a Jesús, a quien los dirigentes de su pueblo habían rechazado y condenado a muerte.

¿Qué vio el Señor en este hombre que no tenía empacho en meter a la cárcel a mujeres y ancianos, que cometió muchos atropellos, uno de los cuales fue aprobar la muerte de san Esteban, el primer mártir cristiano? Vio sin duda que estaba equivocado, pero vio también que su error era de buena fe, que provenía de un corazón puro, sin doblez, cuya sola intención era la de servirlo. Así pues, quiso aprovechar todo ese fuego, reorientarlo, darle un sentido verdadero. Y un día tuvo lugar un encuentro que cambiaría la historia.

Tres veces nos lo relata el libro de Hechos, como para que captemos su importancia: Sucede que un día, cuando él se dirige a Damasco a continuar su ‘cacería’ de cristianos, el Señor se le aparece en el camino y lo cuestiona: ‘Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?’, a lo que éste pregunta: ‘¿Quién eres, Señor?’ Recibe esta respuesta: ‘Soy Jesús, a quien tú persigues’.

La intensa luz que acompaña esta revelación lo hace perder la vista; las palabras que escucha inician en él una verdadera revolución espiritual que lo lleva a cuestionar todo lo que hasta ahora había tenido por cierto, que lo hace replantearse todo lo que hasta ahora había creído conocer respecto a Dios, que pone de cabeza sus ideas y lo hace comprender que ha estado esforzándose inútilmente por avanzar pues ha ido en la dirección equivocada.

Permanece tres días y tres noches sin comer ni beber, completamente ciego para el mundo, pero comenzando a verlo todo claramente por primera vez. Permanece encerrado y sin hacer aparentemente nada, pero son tres días increíblemente fructíferos, no sólo para él sino para toda la cristiandad, porque en ellos se gesta lo que a partir de ese momento se dedicará a predicar incansablemente, recorriendo por mar y tierra las regiones más difíciles o distantes (fue el primero en llevar la Buena Nueva a Europa), dando su valeroso testimonio de obra y de palabra, lo mismo a gente que lo escucha con atención que a gente que se le opone y no para hasta condenarlo a muerte.

Y, ¿cuál es ese mensaje que para él vale a tal grado la pena que no le importa padecer burlas, persecuciones, hambre y sed, frío, cansancio, latigazos, naufragios, encierros y al final el martirio? Lo descubrimos entre sus discursos, registrados puntualmente por san Lucas, quien lo acompaña en varios de sus viajes, y desde luego, entre las numerosas cartas que escribe a las diversas comunidades cristianas que fue fundando y con las que se mantenía en contacto, y que hoy constituyen un precioso legado que forma parte importante de la Biblia, extraordinarios textos que se proclaman en Misa.

Es el anuncio de que Dios nos ama con un amor gratuito que no depende de nuestros méritos y del cual nada puede apartarnos; que la prueba de Su amor es que siendo pecadores envió a Su Hijo no sólo a compartir nuestra condición humana sino a morir para redimirnos; que resucitó para darnos vida, y que nos envió al Espíritu Santo para colmar nuestros corazones de Su amor, don que nos fortalece, capacita y lanza a vivir como testigos Suyos. Que todo lo que tenemos lo hemos recibido de Dios; que nos ha colmado con Su misericordia, Su perdón, Su paz, dones inmerecidos que estamos llamados no sólo a disfrutar sino a compartir siempre y con todos.

De los doce apóstoles elegidos por Jesús, el más conocido para nosotros es san Pedro. Ocupa muchas páginas de los cuatro Evangelios y eso nos permite darnos una idea de cómo era este hombre al que Jesús llamó para confiarle su Iglesia. Simón Bar Iona (Simón hijo de Jonás o Juan) nació en Betsaida de Galilea, pero cuando comienza nuestra historia se encontraba en Cafarnaúm, junto con su hermano Andrés.

Los Evangelios mencionan a su suegra; dicen que Jesús la curó de una enfermedad, y que se puso a servirles. No mencionan a su esposa, y por ello, según una antigua tradición, era viudo. Era un hombre hospitalario, de tal modo que su casa se convirtió en la casa de Jesús. Cuando Jesús dice: “vamos a casa”, se refiere a la casa de Pedro. Sobre la casa de Pedro se construyó una Iglesia cuyos cimientos se conservan cuidadosamente debajo de una Iglesia ultra moderna construida por los franciscanos allá en Cafarnaúm. Conocemos su carácter y sabemos que era un hombre intempestivo, que actuaba siempre movido más por su corazón que por su mente.

Era un hombre conscientemente valiente y comprometido, pero inconscientemente temeroso, lo que lo hacía contradecir sus principios. Lleno de limitaciones humanas, es un hombre rico en fe y en amor, un hombre muy parecido a nosotros que caemos con frecuencia en la incoherencia entre vida y fe.

Lo que no podemos dudar es que, a su modo, amaba al Señor, quizás más que ningún otro de los apóstoles. San Andrés, hermano de Pedro; y Juan, hermano de Santiago, fueron los primeros a quienes Jesús llamó cuando lo siguieron a instancias de su maestro, Juan Bautista, quien les señaló a Jesús como al Cordero de Dios que quita los pecados del mundo. Estos primeros apóstoles contagiaron la alegría de haber encontrado al Mesías, en primer lugar, a sus hermanos, a quienes presentaron a Jesús.

San Pedro pintado por Rubens Foto: Museo del Prado.

San Juan, en su Evangelio (1, 42) nos dice que desde el primer momento Jesús le cambió el nombre y le puso “Cefas”, que significa piedra y de donde viene el nombre de Pedro. San Mateo (16, 16-18) coloca este cambio de nombre después de la confesión del apóstol de que Jesús era el Mesías, el Hijo de Dios: Tomando la palabra, Simón Pedro respondió: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Y Jesús le dijo: “Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo. Y yo te digo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la muerte no prevalecerá contra ella”.

Pedro ama a Jesús, lo manifiesta cuando está dispuesto a defenderlo y a morir por Él. Incluso, defiende a Jesús cuando lo arrestan y es capaz de cortar la oreja del criado del sacerdote. Pero Pedro es miedoso. El temor vence al amor y opaca la fe. Pedro niega tres veces a su Señor antes del canto del gallo y, ante la mirada de Jesús preso, se da cuenta de su traición y llora amargamente. Pedro no fue testigo de su muerte porque se escondió por miedo a los judíos. Pero, a pesar de todo, la misericordia de Jesús triunfa sobre la humanidad de Pedro y, una vez resucitado, lo confirma en su misión de pastorear la Iglesia.

Cuando Jesús ascendió al Cielo, Pedro asumió la dirección de la Iglesia. La primera comunidad reconocía en él la indiscutible autoridad que le otorgó Jesús. Por ejemplo, en el Concilio de Jerusalén, su palabra fue decisiva para tomar una decisión. Pedro fue obispo de Antioquía y después el primer obispo de Roma. Su sucesor es el Papa Francisco, quien insiste en su título de Obispo de Roma. El Obispo de Roma, sucesor de Pedro, es el jefe, el pastor, de la Iglesia Católica; sigue siendo la roca humana sobre la que Jesús quiere seguir edificando su Iglesia. La fe de Pedro es la misma fe de la Iglesia católica a través de los siglos.

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